Un día como ayer, Lunes 19 de Mayo, hace 116 años fallecía este marino que bregó sin pausa para concretar la construcción del puerto militar, siendo por ello el principal precursor de la Base Naval Puerto Belgrano.
Algunas vidas transcurren como un río calmo, sin estridencias ni sobresaltos. Otras, en cambio, se parecen al oleaje impredecible del mar, al viento que sacude las velas y empuja a los hombres hacia donde nunca imaginaron ir. La de Félix Dufourq fue una de esas.
Nació el 25 de julio de 1860 en Concordia, Entre Ríos, con un apellido que traía el eco de la vieja Francia. Su padre, natural de aquella nación, le legó más que un nombre difícil de pronunciar: le dio la tenacidad de quienes cruzan océanos en busca de un destino.
La familia no tardó en asentarse en Buenos Aires, y el joven Félix, con apenas 14 años, inició estudios en la Facultad de Matemáticas de la Universidad de Buenos Aires.
Pero el aula no bastó para contener su espíritu. Algo en él lo llamaba al agua, al horizonte abierto, a la promesa de un país que todavía estaba por hacerse.
En 1877, con los cursos de la Escuela Naval suspendidos, se enroló como marinero de segunda clase en la Armada Argentina. Cuatro meses después, cuando la institución reabrió sus puertas, ingresó como aspirante el 14 de septiembre de ese mismo año. No era solo un cambio de uniforme: era el inicio de una travesía que lo llevaría a escribir su nombre en la historia marítima del país.
No aprendió su oficio en un escritorio. Su enseñanza la recibió a bordo de una unidad operativa: la cañonera Uruguay, cuyo comandante y director fue el Teniente Coronel Martín Guerrico. Allí participó de la Expedición Py en el río Santa Cruz, cuya misión era que la Argentina reafirmara su soberanía en la Patagonia. Estuvo ahí el 1° de diciembre de 1878, cuando la bandera celeste y blanca flameó en la ribera sur del río. Vio el pabellón elevarse con el viento frío del sur, y entendió que la soberanía no es solo una palabra, sino un acto concreto que se defiende con la presencia y con la convicción.
No tardó en enfrentarse a otro de los grandes desafíos de su tiempo: la Campaña del Desierto. Mientras la Uruguay cooperaba con las tropas del Ejército en el Río Negro, el joven Dufourq fue testigo de una Argentina que se expandía, a veces con la diplomacia, otras con la fuerza, pero siempre con la certeza de que el futuro estaba más allá del horizonte conocido.
En 1880, la historia lo puso en otro lugar de honor. Fue parte de la tripulación que, a bordo del transporte Villarino, trasladó desde Boulogne-sur-Mer los restos del Libertador. Cualquiera podría haber visto en ese viaje solo un deber, un trámite naval. Pero para él, como para tantos otros, fue un homenaje: una reverencia silenciosa a aquel hombre que, con su espada y su genio, había cambiado el destino de un continente.
Se graduó en 1881 y recibió su primer destino en la bombardera Bermejo, donde participó de la campaña hidrográfica en Bahía Blanca. Aquellos relevamientos no fueron meros ejercicios cartográficos. En ellos, el joven oficial encontró la clave de una idea que lo acompañaría toda su vida: la necesidad de una gran base naval en el sur. Mientras otros solo veían un paraje remoto, él imaginaba un puerto que asegurara el poder marítimo de la Nación.
Pero su pasión no se limitaba a la navegación. Desde muy temprano, sintió el llamado de la enseñanza. Como profesor en la corbeta La Argentina instruyó a generaciones de futuros marinos.
En 1882, con apenas 22 años, fue uno de los fundadores del Centro Naval, convencido de que la formación profesional era tan crucial como el acero de los barcos o la pólvora de los cañones.
Su paso por Europa en 1884 lo marcó para siempre. Visitó fábricas de artillería en Alemania y Francia, presenció ensayos de fuego y estudió fortificaciones en distintos países. No viajó como un simple observador: absorbió cada detalle, comprendió cada estrategia, y regresó con una certeza renovada sobre la importancia de la modernización naval.
Ascendido a Teniente de Navío en 1891, dedicó los años siguientes a una misión que definiría su legado. Estaba convencido de que Bahía Blanca era el sitio ideal para una base naval.
Durante la década de 1890, promovió estudios hidrográficos, presentó proyectos y defendió su visión ante quienes dudaban. Cuando el Centro Naval organizó un concurso para determinar la mejor ubicación para el Puerto Militar, su trabajo resultó premiado. El reconocimiento no fue solo un trofeo; fue la validación de años de lucha, de cálculos, de argumentos esgrimidos contra quienes no veían lo que él veía.
En 1898, el gobierno argentino envió una misión a Italia para gestionar el apoyo técnico para la construcción del puerto. Aquel viaje, aquella gestión, culminaría en la sanción de la Ley N° 3.450, que autorizaba la construcción del Arsenal y Puerto Militar de Bahía Blanca.
En diciembre de 1898, se colocó el primer pilote de la obra. Dufourq estuvo ahí. No como un simple espectador, sino como el hombre que había soñado ese puerto antes de que existiera, como el marino que había luchado por él cuando aún era solo un punto en un mapa.
En 1902, al mando del buque escuela Presidente Sarmiento, llevó a los jóvenes Guardiamarinas a recorrer el mundo. Durante ese viaje, la tripulación visitó la corte del zar Nicolás II en San Petersburgo, en una de las tantas escalas que reforzaban el prestigio internacional de la Armada Argentina.
Pero su vocación por la enseñanza no terminó allí. En 1904, fue nombrado director de la recién creada Escuela Superior de Oficiales, donde se dedicó a forjar a la nueva generación de marinos. Hasta el último día, creyó en la importancia del conocimiento, en la formación rigurosa, en la disciplina que hace de un hombre un líder.
En 1908, fue designado Jefe de la Tercera Región Naval. Era el último escalón de su carrera, la última misión antes del ocaso.
Félix Dufourq murió el 19 de mayo de 1909 en Buenos Aires. No hubo grandes discursos ni homenajes pomposos. Pero el mar lo recordó. Lo recuerda aún. Porque hay nombres que se escriben en bronce y se pierden con los años. Y hay otros que quedan tallados en el oleaje, en la espuma de las olas que baten contra un puerto que antes no existía, en los barcos que siguen zarpando desde la base que él imaginó.
Gaceta Marinera