Isabel Trujillo sigue vigente. Su paso por la docencia. El origen de la Plaza Tambor de Tacuarí, donde recibe a decenas de chicos para que jueguen y estudien. Y un llamado a la reflexión: “Me duele la falta de compromiso”.
En más de una ocasión, quizás ya no tan frecuentemente, era habitual oír la siguiente frase: Bahía Blanca, una localidad chica para ser considerada ciudad, pero grande si se la quiere llamar pueblo. Aquel concepto con el paso de los años quedó vetusto y se la ubicó en una referencia ineludible para toda la amplia región, por motivos que no vienen al caso.
En la década del 80 emergió una mujer que entendió el difícil contexto socio-económico del país. Lentamente surgió la figura de Isabel Trujillo, a partir de una silenciosa labor en un sector del barrio Noroeste. Aún hoy, con sus 81 años a cuestas pero con la misma fuerza que al inicio, transcurren sus días en la Plaza Tambor de Tacuarí, donde los chicos acuden no solo a jugar y estudiar, sino también a mantener en condiciones un espacio verde cargado de un magnetismo inexplicable, lleno de energías positivas.
Hoy, La Brújula 24 renueva la propuesta para conocer el trayecto que transitó una de las vecinas más queridas de la ciudad, fundadora además de la biblioteca popular El Principito y alma mater de un punto de encuentro donde junto a un reducido grupo de voluntarios se cultiva la amistad, los riesgos quedan de la puerta para afuera y, por sobre todas las cosas, se mantiene vivo el sueño de un mundo más equitativo.
“Cuando nací vivíamos en Don Bosco al 4000, en lo que se llamaba Bordeu, donde teníamos huerta y criábamos gallinas. Si bien tuve una infancia muy humilde, éramos muy unidos. Además de mis padres –él peón rural y ella ama de casa–, mi familia estaba compuesta por mi hermana Ana que actualmente tiene 84 años, Salvador que ahora tendría 79 y Miguel también fallecido, de 77”, detalló Isabel, con la humildad de las grandes personas que naturalizan el hecho de hacer el bien sin mirar a quien.
Sus hermanos varones murieron en circunstancias difíciles de asumir: “Al mayor lo mataron de seis balazos por la espalda el 20 de septiembre de 1975. Fue algo muy extraño porque el hecho ocurrió muy cerca del lugar donde trabajaba (lanera San Blas) y nunca se supo bien la razón, aunque no tengo dudas de que fue un crimen por encargo. Fui a hablar con los militares al V Cuerpo y me dijeron que no aparecía fichado en nada, que su crimen no tenía nada que ver con los tiempos que estaba viviendo el país. Al más chico lo arrolló un carro en 1957, ocho días después de que yo me recibiera de docente. Fueron situaciones que sin dudas me marcaron por el resto de mi vida”.
“De chica me gustaba jugar a ser maestra, un sueño que pude cumplir porque incluso llegué a ser inspectora. Tenía admiración por quien fue mi señorita de primer grado en la Escuela 28, la recuerdo aún hoy y se llamaba Delia”, reveló, al tiempo que indicó: “A los siete años me mudé al barrio Noroeste, más precisamente a una casa ubicada en Jujuy al 1200, pegada a la de mis abuelos maternos que vinieron de Málaga (España). Más tarde nosotros construimos una vivienda sobre calle Paraná, a la vuelta de donde ellos estaban radicados. Era muy común que los familiares edifiquen uno al lado del otro. Es por eso que pasaba mucho tiempo junto a mis tías”.
Sobre la continuidad de sus estudios, una de las pocas personas en la ciudad que enarboló la bandera de la filantropía recordó: “Primero superior lo cursé en la Nº 6 (donde hoy está la Nº 61), que dependía de Nación y había sido inaugurada durante la gestión del ministro de Educación de aquel entonces, Manuel Lainez, a partir de una Ley que llevaba su apellido. La secundaria la hice en María Auxiliadora gracias a una beca y porque iba al oratorio donde los salesianos tuvieron mucho que ver en mi posterior vocación de servicio, siendo las monjas un pilar fundamental en mi vida”.
“Nunca me consideré una excelente alumna, pero no porque me costara aprender o fuera vaga para apoyar la cola en la silla, el tema es que en aquel entonces era muy pobre y mi mamá lavaba para afuera y así podía juntar unos pesos más, se la rebuscaba para que el puchero alcanzara para todos”, lanzó, con un brillo en sus ojos capaz de encandilar a cualquier mortal a partir de su profunda mirada.
Y prosiguió en ese sentido: “El contexto era complejo porque vivía literalmente en un rancho de piso de tierra que se inundaba y no nos protegía del frío del invierno, pero creo que el hecho de haber valorado tanto el esfuerzo de mis padres para criarnos a nosotros me convirtió por entonces en una nena perseverante y que fue entendiendo que el estudio era el que me podía dar la posibilidad de trascender hasta lograr tener este lugar donde pasan tantas personas por día”.
“No podía pagar el colectivo y fui cinco años en bicicleta todos los días al colegio. Entraba a las 7:40 de la mañana y salía a las 12, para luego volver a las 13:55 y salía a media tarde. Pedaleaba 120 cuadras por día, con lluvia, viento porque ya no quería ponerme la ropa que nos regalaban. Y ahora que la puedo pagar gracias a mi jubilación no la compro, porque además la mitad de lo que gano lo invierto acá, en el Tambor de Tacuarí, que es mi lugar en este mundo”, resumió, dibujando una sonrisa en su rostro.
Una de sus máximas fue la que llegó inmediatamente en la cautivante charla: “Siempre recalco lo mismo a los chicos que tienen la escuela a media cuadra y les cuento mi historia para incentivarlos. Por eso cuando la gente siente compasión de los pobres, en realidad lo que hay que hacer es enseñarles a ganarse su sustento”.
“Me recibí con 17 años y la primera vez que estuve al frente de un aula fue en la Escuela Nº 38 de Villa Italia. Quedé viuda hace 15 años y fruto de ese matrimonio tuve dos hijos: Daniel Esteban que está radicado hace 33 años en Mar del Plata donde tiene el café El Argentino y Rosamel Luján, quien presenta una discapacidad y al que mis alumnos de la Escuela Nº 14 de General Cerri lo apodaron Romy”, mientras este último se movía por el predio, colaborando con lo que fuera necesario.
El origen de su obra maestra, esa que salvó la vida de innumerable cantidad de familias, se creó con tesón y así lo graficó Trujillo: “Este espacio nació de una manera muy circunstancial. En el momento en el que se gestó, residía en Paraná al 1700 y junto a mi hijo más chico íbamos a la pileta Maldonado. Para que te des una idea, desde mitad de cuadra hasta la esquina siempre sobre la misma vereda había 23 chicos criados por padres y abuelos en el seno de familias muy numerosas. En una ocasión les pregunté quién quería venir conmigo mientras ellos estaban jugando en la calle”.
“La primera vez nos acompañó uno, al día siguiente ya eran dos y al tercero ya se juntaron un montón. Eran tiempos donde trabajaba de inspectora con base en el Consejo Escolar, por eso a partir del contacto que tenía con Miguel Santomassimo logré que me consiguiera un papel para entrar a la pileta con los chicos sin pagar. Así pasó el verano, cuando llegó el otoño de 1987 se juntaban en el garaje de mi casa, que llamábamos El Nido, hasta que llegó el día de la primavera”, agregó durante otro segmento de la charla.
En ese sentido, trajo a la mesa una anécdota imperdible: “Me acuerdo que el 21 llovió y tres días más tarde que era el Día de la Virgen de la Merced salimos caminando a hacer el pic-nic a la pileta Maldonado, todos disfrazados porque me gustaba ponerle cintitas y lo que tuviera a mano para divertirme. Mientras volvíamos, jugábamos a la escondida entre las casillas, éramos una multitud, pero necesitábamos ir lejos porque no teníamos un espacio verde cerca del lugar donde vivíamos. Se me encendió la lamparita y me propuse crear una plaza. Nos sentamos en la esquina donde había una cancha de fútbol”.
“Los chicos me preguntaban qué tenían las plazas, a lo que les expliqué que había juegos, árboles y lo más importante era la bandera argentina. Eso fue un sábado y el lunes fui a la Municipalidad a buscar árboles para plantar, hasta que logramos que el 14 de octubre nos mandaran 43 pinitos. Ese fue nuestro primer capital y era un compromiso porque nos habían prometido que si teníamos el lugar en condiciones nos iban a dar más”.
Luego vino el momento de ponerle un nombre al espacio: “A mi me gustaba Tambor de Tacuarí, incluso encontré el libro el que dejé cerca de los chicos y ver si podía convencerlos sin imponérselo. Les decía que lo decidieran rápido para que no venga alguien y le instaure el de Perón, Alfonsín o el de cualquier político de turno como ocurrió con la Plaza Lavalle que en realidad por concurso entre jóvenes había sido elegido el de Plaza del Sol”.
“Después de algunas deliberaciones y dudas porque si bien les gustaba Tambor de Tacuarí, les resultaba muy largo a comparación de las que ellos conocían que eran la Plaza Moreno y la Rivadavia. Fuimos a hablar con el doctor (Juan Carlos) Cabirón quien nos comentó que debíamos ir a plantear la inquietud al Concejo Deliberante, pero como él era colombófilo le gustaba mucho la idea ya que iba a llevar el mismo nombre que su palomar”, aseveró, sumando un dato de color.
Detrás, otro mojón distintivo: “Se le puso el nombre a la plaza el 20 de julio de 1989, el mismo día que murió Minguito (Juan Carlos Altavista). Ese día llovía muchísimo y veníamos del HCD tapados con bolsas para mojarnos lo menos posible, pero contentos porque ya nos habíamos reservado el nombre de Tambor de Tacuarí”; sin embargo, no todo fue color de rosas: “A los cuatro años, alguien denunció que había gente viviendo adentro de la plaza, pero eran personas que estaban antes que nosotros”.
“Junto a mi mamá fuimos en auto a mirar y encontramos una fila de casitas, no era una calle, ni tampoco era nuestro ánimo sacarlos de ese lugar. La convivencia era buena y la acusación llegó de parte una vecina de enfrente a la plaza que me decía que su vivienda era de tejas y los ranchos la desvalorizaban. El 4 de noviembre del 91 nos quebraron la mitad de los árboles, y dos días más tarde se encargaron de dañar el resto, solo dejaron uno sano. Los chicos, al ver esto, estaban decididos a no venir más, pero les dije que en la lucha del bien contra el mal no podíamos dejar que nos ganen”, sostuvo Isabel enfáticamente.
Pero prosiguió orgullosa con la crónica de esos años: “Seguimos adelante, buscamos la otra mitad de los árboles y los atamos; como se rompían traíamos de mi casa parafina que había en el baúl de mi auto para cubrir el tramo de la rama y que no baje la savia. Fueron tiempos de mucha lucha, hasta que el intendente Linares determinó que teníamos que entregar la plaza porque era para la gente del Plan Jefas y Jefes de Hogar, por eso nos instalamos enfrente, en el lugar donde funcionamos actualmente. Fuimos a Vialidad Nacional y se le pidió este terreno, con la intención de que lo cuidemos y lo pongamos en valor”.
“En este espacio, los chicos además de aprender a preparar tortas fritas, pasaban horas jugando y haciendo los deberes de la escuela, ni más ni menos que lo que hacíamos en el garaje de mi casa. Si bien en alguna ocasión se me cruzó por la cabeza dar un paso al costado, cuesta muchísimo por más cansancio acumulado que uno sienta”, postuló Trujillo, mientras en su cabeza circulaban la infinidad de situaciones a resolver en los próximos días, propias y ajenas.
Otro logro personal (aunque ella no se lo quiera atribuir) fue uno de los espacios más entrañables del barrio Noroeste: “La biblioteca surgió a partir del apadrinamiento que se buscó para cada chico, allá por finales de los 80. Algunos de los que colaboraban con la institución acercaban libros que en un momento eran un montón, incluso al día de hoy que tenemos miles de ejemplares”.
“Hasta que un día Antonio Lenzu, que nos ayudó muchísimo, vino con sus hijas Anabella y Pamela para proponernos la entrega del dinero de la recaudación de un festival en el Teatro Don Bosco. Sin embargo, nuestra contrapropuesta fue que con esa plata se compren cinco estanterías para poder ubicar la bibliografía. Así nació la biblioteca”.
Isabel explicó que “fue bautizada El Principito porque como los chicos no tenían prácticamente nada, en la oscuridad nos juntábamos a mirar el cielo de noche, buscando platos voladores y manteniéndolos entretenidos así me ayudaban a regar. En una ocasión vieron unos brillitos y decían que era El Pájaro Madrugador, incluso vinieron de la Base Espora para enseñarles a mirar el vuelo transpolar que se veía los jueves a las seis de la tarde”.
“Luego de mucho tiempo, una noche era de madrugada y en el puente negro se vio una luz de frente que no se movía hasta que tras unos minutos nos dimos cuenta de que era un avión, pero uno de los chicos dijo que era El Principito en su aeronave T-28, de la cual hicimos posteriormente una maqueta”, manifestó, entre tantísimas historias de una vida plagada de momentos.
En el epílogo, Trujillo no vaciló al evaluar la situación en tiempo presente: “Me aterra la falta de compromiso, la sociedad ha cambiado muchísimo y es preocupante ese grado de indolencia. Nuestro legado cuando fuimos formando este espacio era dejar muchos árboles y muchos libros para los niños del futuro”.
“Cuando me hacen un reconocimiento me da vergüenza. El otro día me homenajearon en el izamiento de la bandera en el Barrio Noroeste, donde recibí gran cantidad de regalos que sentí pudor, a tal punto que quería meterme debajo de la mesa. Todo esto hubiera sido imposible sin el apoyo de tanta gente. Soy una persona demasiado sensible, a veces hasta reniego de eso, pero eso que puede parecer un signo de debilidad, es mi fortaleza para nunca bajar los brazos”, cerró.
La estadía en la esquina de Paraná y Santa Cruz se prolongó más de la cuenta. Aunque, pensándolo bien, valió la pena permanecer mucho más tiempo del previsto. Cada rincón esconde una historia de amor y nobleza. Porque al cruzar la puerta de salida uno vuelve a tomar contacto con la realidad, totalmente viciada de la cultura consumista o capitalista, pese a que a tan solo 30 cuadras del centro bahiense, se emplaza un sitio que rescata los valores espirituales más genuinos del ser humano.
Fuente: Leandro Grecco / lgrecco@labrujula24.com