«Hace tres días que algo me quema por dentro.
Necesito decirlo, porque mis lágrimas están llenas de impotencia y de reflexiones que no me dejan en paz.
La Sagrada Familia se desmoronó.
Y no me refiero solo a la capilla.
Me refiero a la institución de la familia, a eso que nos sostiene como comunidad.
Todos estamos tristes por lo ocurrido con la capilla, por el esfuerzo de tantos que vieron caer su techo.
Pero hay algo más triste todavía: que el responsable del incendio sea un menor.
Un menor de los nuestros.
Un chico de una familia de Pehuen Co.
Una familia que hoy está destrozada.
Abuelos que apenas pueden sostenerse.
Una mamá que no puede con tanto.
Y yo me pregunto: ¿para dónde miramos ahora?
¿Qué hacemos?
¿Cómo ayudamos?
Las columnas de la iglesia quedaron en pie,
como estos abuelos que, con el alma rota, siguen de pie.
Y entre las cenizas, algo resistió: el sagrario.
El fuego lo rodeó, pero no lo tocó.
Quedó el cielo abierto, sin techo, y la fe intacta.
Quizás para recordarnos que lo más alto no se quema, que más alto que todo —más alto que el dolor, que la pérdida— siempre está el cielo.
Y allí, en esa inmensidad, la fe se vuelve infinita.
Pero mientras tanto, la condena social cae como una lluvia ácida.
Se habla, se juzga, se señala… con impunidad, sin conocer, sin preguntar.
Y me vuelvo a preguntar:
¿Qué le pasa a nuestra adolescencia?
Sola, aburrida, triste.
Abrazada por una tecnología que muchas veces no comprende,
y que la llena de ideas, imágenes y mensajes que no siempre puede procesar.
Y entonces pienso:
así como a la iglesia la ayudaron los bomberos a apagar su fuego,
como los vecinos levantaron sus escombros…
¿en qué rol nos ubicamos para acompañar a estas adolescencias?
¿Cómo apagamos sus fuegos?
¿Cómo los levantamos?
¿Cómo los reconstruimos?
No puede quedar todo en la condena.
No puede ser solo eso.
Porque nadie —nadie— conoce realmente a esa criatura.
Los que sí lo conocemos sabemos que jamás hubo en su casa una educación ni un ejemplo que llevara a esto.
Entonces, pensemos.
Reflexionemos.
Acompañemos.
Por más duro que sea, por más que duela, por más que se estigmatice.
Porque este hecho debe servirnos para algo.
Porque podría haber sido cualquier chico.
Porque es de nuestro pueblo, de nuestra escuela, son nuestros hijos.
Y a quienes opinan desde afuera, que no conocen esta comunidad ni este dolor, solo les pregunto:
¿Qué harían si les pasara a ustedes?
Si el que se equivocara fuera su hijo.
Es muy triste.
Desde todos los lugares posibles, es muy triste.
Tal vez este sea el momento de reconstruir, no solo paredes, sino vínculos.
De volver a mirarnos como comunidad y elegir acompañar antes que señalar.
Porque este hecho fue grave. Muy grave.
Y no se trata de justificarlo, ni de minimizarlo.
Se trata de entender que detrás de ese acto hubo un dolor, un desborde, una mente que no estaba bien.
Y eso también nos interpela como comunidad:
¿qué hacemos con esos chicos que no pueden, que no saben cómo pedir ayuda, que cargan con un sufrimiento que nadie ve?
La justicia deberá actuar, como corresponde.
Pero nosotros, como sociedad, también tenemos una responsabilidad:
la de acompañar, la de no abandonar, la de sostener a quienes se desmoronan por dentro.
Tal vez este fuego vino a recordarnos cuánto nos necesitamos, y cuánto daño puede causar el silencio, la indiferencia, la soledad.
Porque si algo podemos aprender de todo esto es que no hay comunidad sin compromiso, sin atención, sin ternura.
Que reconstruir no es solo levantar paredes,
sino también mirar con verdad, con coraje y con amor a los que más sufren.
Abracémonos con la gratitud de todos los que hicieron posible que esto no se convirtiera en una tragedia mayor.
Bomberos, vecinos, familias, manos anónimas que se unieron cuando más se necesitaba.
Y que este abrazo colectivo también sea un compromiso: el de cuidar, el de escuchar, el de evitar que otras tragedias —más silenciosas, más invisibles— vuelvan a suceder.»
