Tanto tratar de evitarlo, fregarlo y meterle alcohol para igualmente terminar en una cama de hospital con el coronavirus circulando entre mis venas. Pero no tengo miedo, ni estoy asustada por mi salud. A mis sanos 28 años lo viví como una gripe . Y me alivia que se haya decretado esta cuarentena obligatoria en todo el país porque lo que sí me asustaba, y todavía me preocupa, es la falta de conciencia sobre la situación que estamos viviendo. También entiendo que es parte de un proceso lógico de adaptación.
Y digo lógico porque, cuando el jueves 12 de marzo me preparaba para salir de mi casa en Londres para volar a Buenos Aires, y recién se empezaba a hablar de la cuarentena para quienes llegábamos del exterior, yo tampoco dimensionaba la magnitud de esta epidemia y me ilusionaba con que las noticias todavía no nombraran al Reino Unido como país de riesgo . Y quizá no me perdiera los casamientos por los que viajaba y que con tanta emoción venía esperando.
Cuando atravesé el aeropuerto y me subí al avión, ya intuía un poco más la potencia y omnipresencia de este virus del que yo misma venía reportando desde la BBC , pero que no terminaba de sentir como real ni que tuviera que ver conmigo.
Primeros síntomas
Desde que aterricé, acaté las órdenes de las autoridades nacionales, aislándome por completo y obsesivamente cuando llegué a la casa de mi familia, siguiendo las recomendaciones de profesionales y organismos internacionales. A las horas me empezó a doler el cuerpo y me subió la temperatura, pero como solo tenía 37° sin ningún otro síntoma , tanto quienes me atendieron a través de los teléfonos oficiales como desde mi cobertura médica dijeron que no era suficiente para activar el protocolo de coronavirus y que volviera a llamar si subía la fiebre. Traté de convencerme de que todo era culpa del estrés de volar en medio de una pandemia global y que ya se me pasaría.
Al día siguiente, con 38°, malestar en todo el cuerpo y por haber llegado de un país de riesgo, finalmente se activó el protocolo en un hospital privado de la Capital donde me hicieron todos los chequeos: radiografía, extracción de sangre, hisopado. Primero testearon para ver si se trataba de uno de los virus comunes, los de las gripes de cada año, y cuando dio negativo se mandaron las muestras al Malbrán esa misma noche. Quedé hospitalizada a la espera de los resultados, como indica el protocolo, que para ese entonces venía tardando 48 horas.
Con la fiebre ya controlada, empecé a sentirme atravesada por la fisicalidad del tiempo (me suena haberlo estudiado, pero nunca entendí bien eso de que el tiempo es materia, hasta ahora), a tratar de pasarlo (¿matarlo?) con contactos virtuales, escribiendo, viendo alguna serie y haciendo yoga, segura de que más pronto que tarde me iban a decir que no tenía nada y que siguiera el aislamiento en casa, donde mi familia ya había empezado la cuarentena.
A los cuatro días de aquel hisopado estaba en una videollamada con mi mamá y mi hermana y sonó el teléfono de la habitación: era mi médico con los resultados positivos de coronavirus. Con ellas todavía en la pantallita, tuve una sensación de irrealidad total, como si esto no me estuviera pasando a mí, porque este virus vivía en los titulares de mis pantallas, en videos de WhatsApp en idiomas ajenos, pero ahora también vivía en mi cuerpo. Decidí agarrarme de la realidad (yo me sentía perfectamente bien) y no de los conceptos (pandemia, Italia, respiradores).
Nunca antes estuve internada en un hospital, y menos que menos aislada en una habitación a la que solo pueden entrar médicos, enfermeros o personal de limpieza. Todos tapados de pies a cabeza con cofia, antiparras, un barbijo arriba del otro, una máscara de plástico que cubre desde la frente hasta el mentón, camisolín y guantes de látex.
Cada vez que entran, luego de cumplir con la tarea que hayan venido a hacer, se enjuagan los guantes con alcohol en gel y los tiran, se ponen más alcohol en gel y uno a uno se van sacando los elementos de protección y tirándolos en el tacho de basura adentro de la habitación, salvo la máscara grande de plástico, que limpian con gasas y alcohol. Salen y afuera vuelven a ponerse alcohol en gel, según me cuentan. Como todo lo que entra acá puede contaminarse, la comida la sirven con platos y cubiertos descartables. Cuando uno entra, aprovecha para traer todo lo que haga falta y así reducir la probabilidad de contagio. Y porque debe de ser un incordio ponerse y sacarse todo ese disfraz todo el tiempo, digo yo.
Carga de culpa
Este virus viene con una carga de mucha culpa. De pensar, cada vez que alguien entra, por favor que este no sea el momento en el que los contagio. O de frustrarme por el desperdicio de recursos: si me traen un rivotril o una galletita que no voy a consumir, hay que tirarlo.
Diez días después de la internación, me encuentro estructurando las horas de mis días para no enloquecer, acompañada por el ronroneo del filtro de aire que purifica un poco un espacio donde las ventanas están selladas y la puerta se abre lo mínimo e indispensable. Esperando que los nuevos hisopados den negativos o que los protocolos cambien y pueda aislarme en mi casa. Lo que llegue antes. Agradezco infinitamente los pocos contactos presenciales que tengo por día y sé que nunca más voy a dar por sentada la sensación del viento en la cara.
Yo no tengo miedo de lo que pueda hacerme este bicho, solo me preocupa que todavía haya negadores que se resisten a entender lo que estos diez días entre médicos me enseñaron: tenemos a nuestro alcance los obstáculos para ralentizar la propagación del coronavirus y no es más que quedándonos en nuestras casas, sin peros. Es una situación insólita que nada tiene que ver con la vida que conocíamos hasta hace un par de semanas. Y adaptarnos va a requerir de nuevas maneras de pensar y actuar. Tratemos de estar a la altura. Quedémonos en casa.
Fuente: La Nación